18/4/12

PARA UNA CLINICA BASADA EN LA CLINICA




Carlos Rey
Psicólogo Clínico y psicoanalista. Barcelona.

Artículo publicado en la Revista del Colegio de Psicólogos de Cataluña. Abril-2012.

Libres de grasa ideológica, las ideas que aquí se proponen son como liebres: pura fibra para  huir veloces de cautiverios y servidumbres. Así son los ensayos con los que esta sección celebra llevar ocho años dando la matraca al pensamiento único proponiendo Otras lecturas. Tres de estos  ensayos son potentes críticas al Devocionario de la Salud Mental que utiliza la clínica oficial, esa que en estos lares está regida por la patronal de los grandes proveedores privados de la Sanidad Pública. El cuarto ensayo se presenta como alternativa clínica y ejemplo de que otra práctica (p)sí es posible.

Uno. Veinte profesionales psi del centro y cono sur de América han reunido sus críticas al DSM en un libro de sugerente título: El libro negro de la psicopatología contemporánea. Los psicoanalistas Silvia Frendrik y Alfredo Jerusalinsky son sus compiladores y los que nos lo resumen: «La consigna que nos reunió es analizar las consecuencias de una práctica que considera los signos “objetivos” como datos inequívocos en contraste con el desciframiento y la escucha cuya clave y código se encuentran en el paciente mismo y no en las siglas o las listas de indicadores de un manual. Sólo queda esperar que la fuerza de inercia de la destrucción del sujeto que se practica en la vida contemporánea se detenga al menos en quienes aún se permiten formular dudas y sostener preguntas».

Dos. El ensayo de Christopher Lane La timidez. Cómo la psiquiatría y la industria farmacéutica han convertido emociones cotidianas en enfermedad, ha llegado hasta nosotros precedido de muy buenas críticas y  premios varios, como para provocar  urticaria a cuantos han usado hasta el abuso el seudo-diagnóstico fobia social. En el escrito de aceptación del premio francés a la mejor escritura médica, nos dice: «Deseo que el Premio Prescrire 2010 sirva para llamar la atención sobre las maneras arrogantes, fortuitas y a veces ridículas con las que se aprobaron formalmente 112 trastornos mentales nuevos en 1980. Ese año apareció en los EE.UU. y en el resto del mundo la tercera edición del DSM (…) Al mando del grupo de trabajo del DSM-III, Robert Spitzer despachó los criterios para dos nuevos trastornos en cuestión de un par de minutos. Sorprendidos, incluso sus colegas no podían dar crédito a semejante velocidad. Uno de los participantes contaría después a la revista New Yorker (enero de 2003): “Había muy poca investigación sistemática en lo que hacíamos y mucha de la investigación existente era más bien un batiburrillo -dispersa, inconsistente y ambigua. Pienso que la mayoría de nosotros admitía que la cantidad de ciencia, buena y sólida, sobre la que basábamos nuestras decisiones era bastante escasa”. (…) Lo que mi libro ha conseguido, de un modo que los lectores de los DSM no pudieron hacer, fue juntar las piezas de cuántos de los 112 trastornos llegaron a existir en primer lugar. Como he dicho, tuve acceso y he podido citar libremente toda la correspondencia, documentos y votos que circularon entre bastidores. En los tiempos en los que no existía el correo electrónico y en los que la información crítica no podía eliminarse con pulsar sólo una tecla, estos documentos permitieron a la Asociación Psiquiátrica Norteamericana patologizar comportamientos para los que se han prescrito y se siguen prescribiendo antidepresivos a millones de personas en todo el mundo». 

Tres. Richard Bentall es doctor en Psicología Experimental y licenciado en Filosofía aplicada al Sistema Sanitario (para que luego digan que las humanidades no tienen aplicaciones prácticas). También fue  catedrático de Psicología Clínica en las universidades de Liverpool y Manchester; actualmente lo es en la Universidad de Bangor (Gales). Este autor ha sido premiado en dos ocasiones por la Sociedad Británica de Psicología. En 1989, por su contribución a la Psicología Clínica  y en el 2004, por su libro Madness Explained: Psychosis and Human Nature.

R. Bentall lleva 20 años investigando sobre  la pobreza epistemológica con la que se quiere justificar y validar que la esquizofrenia es una enfermedad mental con marcadores biológico-genéticos, y denunciando, en consecuencia, la facilidad con la que el diagnóstico de esquizofrenia ha pasado de ser una hipótesis provisional a considerarse un axioma, cuando no dogma de fe. (Remito al lector interesado a releer las Otras Lecturas de Febrero-2007, donde se habló del libro Modelos de locura; ensayo en el que este autor critica la pretensión autoritaria de que comulguemos  con ruedas de molino y fraudes varios).

Bentall es noticia hoy por la traducción de su último ensayo Medicalizar la mente, donde nos demuestra que ni con la aplicación tramposa de la estadística se consigue reducir la baja fiabilidad de los diagnósticos que tanto la Academia como los mercados nos venden como científicos. Medicalizar la mente remite tanto a la absurda aplicación del modelo médico al estudio de la mente y al tratamiento del pathos psíquico, como a su consecuencia, es decir, a medicar sin enfermedad. Este autor nos anima a que tengamos un criterio propio, nuestro propio modelo, que es tanto como decir que nos atrevamos a pensar con voz propia y construir teorías agrupadas en una psique-logia de nuestro propio quehacer. Si Bentall se emplea a fondo para demostrarnos que los diagnósticos del DSM no son significativos, es decir,  ni científicos ni clínicos, es para que dejemos de beberle los vientos al modelo médico en general y, en particular, a la psiquiatría biológica. Máxime cuando  -como se nos dice en este ensayo- «en 2005 incluso el presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría llegó a lamentar que “como colectivo profesional, hemos permitido que el modelo bio-psico-social se haya convertido en el modelo bio-bio-bio”». Tiene razón, y cada colectivo de profesionales tendrá que hacerse co-responsable de la retallada de lo psico-social en el estudio y tratamiento de lo psíquico.

Los ensayos anteriormente citados coinciden en que fue el liberalismo económico quien favoreció que los neo-kraepelinianos, con el Dr. Robert Spitzer a la cabeza, publicaran en 1980 el DSM-III, y a Mrs. Thatcher y Mr. Reagan bendecir políticamente ese cambio de rumbo. De esos barros, estos lodos. Y vaya por delante que si no se nos hubiera impuesto como criterio único de diagnosis clínica, no estaríamos hablando de este manual que, como dice Bentall,  tiene la apariencia de «menú de un restaurante chino» y «la mayoría de los diagnósticos psiquiátricos son casi tan significativos a nivel científico como los signos del zodíaco».

Por eso es que, como alternativa al reduccionismo biológico que domina las clasificaciones internacionales, propongo al lector interesado el potente ensayo de Fernando Colina, psicopatólogo, alienista del Pisuerga, miembro de la Otra Psiquiatría y jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Río Hortega de Valladolid. Melancolía y paranoia es el título de este ensayo sobre psicopatología exclusivamente clínica (que ya es triste que se tenga que aclarar que la psicopatología ha de ser clínica); y escrito con una prosa cuidada hasta el mimo. Juzgue el lector lo que digo leyendo el siguiente párrafo en voz alta. «Melancolía y deseo. El síntoma universal, el síntoma por excelencia del gran círculo melancólico, es la tristeza, como la desconfianza es en el eje de la paranoia. El origen de esa tristeza, irremediable y natural, no es otro que la propia condición del deseo. La tristeza es el eco del deseo, su llanto, su sollozo. Todo deseo concluye en placer pero también en insatisfacción y pérdida. Sin el lastre de la tristeza el barco queda mal estibado y se escora con facilidad. Observada desde ese ángulo, la tristeza puede entenderse como la respiración del deseo, la expiración e inspiración con las que se alternan el placer y el dolor. El melancólico, siguiendo este razonamiento, tanto puede representar al hombre fracasado en el deseo como a su héroe y vencedor más audaz».

Ayudado del estudio de los clínicos que nos han precedido y la fenomenología de su propio quehacer clínico, Colina nos propone  pensar la locura como un trastorno único y múltiple -las psicosis: melancolía, paranoia y esquizofrenia- según pongamos el acento en las semejanzas o en las diferencias. Dos, a despegarnos del modelo de las estructuras cerradas y discontinuas a fin de que nos permita pensar las psicosis, también, como eslabones de continuidad. Y tres, a plantearnos la existencia de un denominador común en todas las formas de locura y la supuesta normalidad. Que es tanto como decir que: «Entre psicosis y neurosis no habría  ruptura estructural. (…) Sea como fuere, estas dos opciones diferenciadoras, no estrictamente nosológicas, que estudian las psicosis tanto desde la continuidad como la discontinuidad, desde lo común y lo diferente, vienen a oponerse a la inclinación de entender las distintas psicosis como enfermedades naturales, autónomas y específicas, y, del mismo modo, se enfrentan al intento de homogeneizar todas las expresiones clínicas bajo una dimensión reductora»..., y así aplicar la misma prescripción farmacológica.

A pesar de que «la melancolía posee más de veinticuatro siglos de historia, (…) que es la enfermedad del alma por excelencia» y que «la melancolía y la locura fueron sinónimos durante siglos», hoy, dos siglos después de que Esquirol renegara de la melancolía por considerarla cosa de poetas, y «tras quedar durante un tiempo identificada provisionalmente con la psicosis maníaco-depresiva, se intenta dar a ambas por desaparecidas tras el auge creciente y absurdo de la noción de bipolaridad». Los ensayos que aquí se citan coinciden al denunciar que estos reduccionismos de nuevo cuño, al final, nos están dando más problemas que soluciones, pues incurren en una inflación psicopatológica que se quiere justificar con el concepto de co-morbilidad, «concepto que ilustra perfectamente la pereza del pensamiento psiquiátrico». Como por ejemplo: «el torpe acto de enjuiciar la depresión post-psicótica como el resultado de la mala suerte de quien después de una esquizofrenia contrae otra enfermedad», cuando «tal tristeza no es sino la consecuencia del duelo del delirio y el retorno del psicótico a una inhóspita realidad». Cuestión que ya en 1575 se lo advirtió a la ciencia, el que ha sido elevado a la categoría de patrón de la psicología: Juan Huarte de San Juan. «Que en alguna manera me pesa de haber sanado, porque estando en mi locura vivía en las más altas consideraciones del mundo, y me fingía tan gran señor que no había rey en la tierra que no fuera mi feudatario. Y, que fuese burla y mentira, ¿qué importaba, pues gustaba tanto de ello como si fuera verdad? ¡Harto peor es ahora, que me hallo de veras que soy un pobre paje y que mañana tengo que comenzar a servir a quien, estando en mi enfermedad, no le recibiera por mi lacayo!».

La invidencia científica (esa de «la causalidad biológica y los modelos conductuales que excluyen la dimensión del deseo y el sentido interpretativo de los actos», y que el discurso universitario le ha procurado púlpito y cátedra) ha fracasado en su intento por desterrar la melancolía del discurso clínico, pues la cantidad de trastornos que se ha inventado -que no descubierto- no alcanzan para sustituir su potencial clínico. Ni como psicosis maniaco-depresiva, depresión psicótica, trastorno bipolar psicótico, depresión mayor, trastorno bipolar, depresión bipolar, depresión unipolar, depresión maníaca, trastorno esquizoafectivo, depresión mayor, depresión endógena, depresión reactiva, depresión menor, ni, mucho menos como depresión a secas, se ha conseguido dar gato por liebre. Lo que sí se ha conseguido es crear un movimiento contestatario al pensamiento único, proponiendo el retorno a la clínica y al sentido común, pues no puede ser que se nos venda en congresos y mesas redondas, que las nuevas perspectivas de la depresión consisten en considerarla como una pandemia del siglo XXI. Para pandemia la medicalización de la vida cotidiana, el maniaco «ánimo prescriptor que lo tiñe todo con su prosaico discurso». Colina señala a López Ibor como «precursor ideológico de esta epidemia», al pretender hacer equivalentes la melancolía y la depresión.

En el mejor de los casos, la melancolía -y la tristeza que la distingue- permite el duelo: la elaboración de la pérdida para que el deseo se renueve y la pulsión siga empujando, más allá de que el objeto -o su perdida- pretendan ralentizar o detener su avance. En el peor de los casos, culpable y fiel a su dolor, el melancólico prefiere el objeto perdido a su propia vida. Siguiendo a Freud, el gran valedor de la melancolía en el siglo XX, Colina lo dice así: «detrás y delante de cada deseo hay un duelo. Una pérdida...(...) es melancólico quien no se recupera, es decir, aquel que no es capaz de trasformar la pérdida agobiadora en estimulante falta».

Respecto de la depresión, Colina es contundente: «En sí misma, la depresión no es una enfermedad», por más que insistan «la multitud de guías y protocolos existentes, que confunden más que aclaran y que a menudo tienen más de panfletos ideológicos que de instrumentos útiles. La depresión debe entenderse como un síntoma plural que puede surgir en la totalidad de los procesos psicopatológicos. (…) La depresión es un avatar del deseo y poca cosa más». Otra cosa es que se la quiera utilizar como eufemismo de la melancolía, como sambenito para medicalizar la tristeza ordinaria, o al que desoye el imperativo social y se atreve a levantar el pie del acelerador y el consumismo. Curiosamente, el capitalismo conoce y explota la lógica del deseo, pues, aunque vende felicidad sabe que lo contrario de la tristeza no es la alegría sino la actividad. Consumismo en el discurso capitalista, consumo no racional en el decir de los que tienen las tijeras por el mango, e hiperactividad en el de la invidencia científica. Para Colina el «TDAH debe verse como la reacción infantil a un conflicto que retiene el deseo, y algo similar cabe decir de muchos comportamientos de los llamados trastornos límites de la personalidad en la adolescencia y la edad adulta. (…) En resumidas cuentas, siempre que el deseo está comprometido, la acción se inhibe o intensifica». 

La clínica de los mil matices, como la llama Colina, es aquélla que se abre de orejas a la dinámica o nivel de intensidad del síntoma; cuestión que la aleja del reduccionismo y  diagnosticar a plantilla. La clínica del caso por caso evidencia que no es lo mismo la suspicacia, la desconfianza, la sospecha, la convicción, la creencia, la certeza... que el delirio paranoico propiamente dicho. Esta clínica, que como diría Bentall, considera que las personas se parecen más a las películas que a las fotografías, está mucho más cerca de la condición humana, y su psicopatología es mucho más dinámica  que la de la clínica anglosajona, cuya  pathology equivale a lo que en los idiomas de Europa continental significa anatomía patológica. Así se entiende que la evidence-based medicine, que nuestras facultades de psicología o ingenierías del yo llevan bajo palio..., desprecie el saber que proviene de la clínica, del paciente. La E.B.M. se maneja mejor en la ausencia del sujeto, pues le molesta que se  mueva  o le hable mientras le practica la autopsia.

Y, sin embargo, tal y como nos dijo  Georges Canguilhem en  Lo normal y lo patológico: «En materia de (psico)patología, la primera palabra, históricamente hablando, y la última palabra, lógicamente hablando, le corresponde a la clínica. Ahora bien, la clínica no es una ciencia y nunca será una ciencia, incluso cuando utilice medios cuya eficacia esté cada vez más científicamente garantizada. No existe una patología objetiva. Se pueden describir objetivamente estructuras o comportamientos, pero no puede decirse de ellos que son patológicos refiriéndose a un criterio puramente objetivo. Objetivamente sólo se pueden definir variedades o diferencias, sin valor vital positivo o negativo».   Por eso es que se puede decir bien alto que no existe la normalidad sino lo normativo, es decir,  ideología dominante... que recurre a la Ciencia para legitimarse, con la misma desfachatez que la Ciencia recurre al autoritarismo  para la cuadratura de sus hipótesis y para exigir ser tratada como el único saber posible... y/o permitido.

Pero como nos dijo Antonio Escohotado en el programa de televisión Pienso luego existo: «La ciencia es un mito, en la medida en que nunca puede terminarse. Nunca estará acabada nuestra versión del mundo. Pero esa condición de mítica, en modo alguno reduce su capacidad o su contenido de veracidad, porque su veracidad es la precisión, es decir, hasta qué punto refleja el estado del mundo. Y como naturalmente el mundo ofrece miles de perspectivas, pues miles de perspectivas debe adoptar la ciencia. Lo trágico del pensamiento científico es que, en parte por la profesionalización de los últimos siglo y medio o dos siglos, y en parte por la tendencia natural de los seres humanos a la arrogancia... y al monopolio, pues, lejos de ser una aventura interminable, se constituye como algo que está prácticamente terminado».

La cuestión es que el Saber no ocupa lugar por lo mismo que la pulsión no tiene objeto; y es que la pulsión es tan inabarcable por el objeto como por el Saber. Siendo la Ciencia una rama más del árbol de la sabiduría, no será despectivo -sino descriptivo- decir que la Ciencia es tan parcial como lo es el objeto para la pulsión. Colina lo dice así: «Si por algo podemos identificar al sujeto y a la locura es por su capacidad para escapar de la reducción científica».

La que siempre ha estado a la altura de nuestras preguntas es la literatura, quizás porque como dicen Faulkner y Javier Marías, la literatura es como una cerilla que encendida en medio de la noche, sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay a nuestro alrededor. Hoy viene como anillo al dedo el pequeño tratado que escribió sobre la melancolía que sufrió el escritor norteamericano William Styron, y que tituló, curiosamente, Esa visible oscuridad. Allí nos dice que a sus 60 años sintió el viento del ala de la locura por el duelo incompleto que arrastraba por una aflicción precoz: la muerte de su madre cuando tenía 13 años. Este es el Saber del paciente: «Hay un elemento psicológico que ha quedado establecido allende toda duda razonable, y es el concepto de pérdida»... y no precisamente de serotonina. «Buena parte de la literatura psiquiátrica disponible acerca de la depresión es de un jovial optimismo, y no escatima las garantías de que casi todos los estados depresivos se estabilizarán o contrarrestarán sólo con que se acierte a encontrar el antidepresivo oportuno. (...) Cuando por primera vez tuve conciencia de que era presa del mal, sentí la necesidad entre otras cosas de formular una enérgica protesta contra la palabra depresión. La depresión, como bien pocos ignoran, solía conocerse por el término melancholía, una palabra que aparece en inglés ya en el año 1303. (...) Melancolía es una palabra muchísimo más apta y sugerente para las formas más funestas del trastorno; pero fue suplantada por un sustantivo de tonalidad blanda y carente de toda prestancia y gravedad, empleado indistintamente para describir un bajón en la economía o una hondonada en el terreno, un auténtico comodín léxico para designar una enfermedad tan seria e importante. Acaso el científico a quien generalmente se tiene por culpable de su uso corriente en los tiempos modernos, un miembro de la Johns Hopkins Medical School justamente venerado –el psiquiatra Adolf Meyer, nacido en Suiza- no tuviera muy buen oído para los ritmos más delicados del inglés y, por tanto, no se percatara del daño semántico que infligía al proponer depression como nombre descriptivo de tan temible y violenta enfermedad. Como quiera que sea, por espacio de más de setenta y cinco años la palabra se ha deslizado anodinamente por el lenguaje como una babosa, dejando escasa huella de su intrínseca malevolencia e impidiendo, por su misma insipidez, un conocimiento general de la horrible intensidad del mal cuando escapa de todo control». Styron lo tiene muy claro y así nos lo transmite: «Nuestra quizá comprensible necesidad moderna de embotar los dentados filos de tantas afecciones de las que somos herederos nos ha llevado a desterrar los ásperos vocablos antiguos: casa de orates, manicomio, insania, melancolía, lunático, locura. Pero no se dude jamás que la depresión, en su forma extrema, es locura».

Pareciera ser que si los diagnósticos no pueden ser científicos tienen que ser políticos: tanto monta, monta tanto, que sea porque lo dice la mayoría o por el ordeno y mando de los que primero inventan el remedio y luego la enfermedad. Si no pueden ser científicos, no hace falta que sean políticos; los diagnósticos pueden seguir siendo clínicos. Para que no acabe en manos de la policía científica, mejor que la psicopatología vuelva a ser exclusivamente clínica.

4 comentarios:

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  3. Cuando las categorías nosológicas se determinan del mismo modo que se tipifica qué comportamientos constituyen delito, lo único que importa es quién manda (y me temo que no son los clínicos).
    No hay manera de desentenderse de la política ... ni de la experiencia.
    Saludos,

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  4. Muy interesante la entrada, me quedo con Bentall, la crítica al DSM y "Medicalizar la mente"...totalmente que cada vez hay más políticos que científicos, aunque por suerte no están de moda, así que hay que seguir luchando, es el momento, su momento se agota.

    Saludos

    Hilari

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