Carlos Rey
Psicólogo Clínico y
psicoanalista. Barcelona.
Artículo publicado en la Revista del Colegio de
Psicólogos de Cataluña. Abril-2012.
Libres de grasa ideológica, las
ideas que aquí se proponen son como liebres: pura fibra para huir veloces de cautiverios y servidumbres.
Así son los ensayos con los que esta sección celebra llevar ocho años dando la
matraca al pensamiento único proponiendo Otras lecturas. Tres de
estos ensayos son potentes críticas al Devocionario
de la Salud Mental
que utiliza la clínica oficial, esa que en estos lares está regida por la
patronal de los grandes proveedores privados de la Sanidad Pública.
El cuarto ensayo se presenta como alternativa clínica y ejemplo de que otra
práctica (p)sí es posible.
Uno. Veinte profesionales psi
del centro y cono sur de América han reunido sus críticas al DSM en un libro de
sugerente título: El libro negro de la psicopatología contemporánea.
Los psicoanalistas Silvia Frendrik y Alfredo Jerusalinsky son sus compiladores
y los que nos lo resumen: «La consigna que nos reunió es analizar las
consecuencias de una práctica que considera los signos “objetivos” como datos
inequívocos en contraste con el desciframiento y la escucha cuya clave y código
se encuentran en el paciente mismo y no en las siglas o las listas de
indicadores de un manual. Sólo queda esperar que la fuerza de inercia de la
destrucción del sujeto que se practica en la vida contemporánea se detenga al
menos en quienes aún se permiten formular dudas y sostener preguntas».
Dos. El ensayo de
Christopher Lane La timidez. Cómo la psiquiatría y la industria
farmacéutica han convertido emociones cotidianas en enfermedad, ha
llegado hasta nosotros precedido de muy buenas críticas y premios varios, como para provocar urticaria a cuantos han usado hasta el abuso
el seudo-diagnóstico fobia social. En el escrito de aceptación del
premio francés a la mejor escritura médica, nos dice: «Deseo que el Premio
Prescrire 2010 sirva para llamar la atención sobre las maneras arrogantes,
fortuitas y a veces ridículas con las que se aprobaron formalmente 112
trastornos mentales nuevos en 1980. Ese año apareció en los EE.UU. y en el
resto del mundo la tercera edición del DSM (…) Al mando del grupo de trabajo
del DSM-III, Robert Spitzer despachó los criterios para dos nuevos trastornos
en cuestión de un par de minutos. Sorprendidos, incluso sus colegas no podían
dar crédito a semejante velocidad. Uno de los participantes contaría después a
la revista New Yorker (enero de 2003): “Había muy poca investigación
sistemática en lo que hacíamos y mucha de la investigación existente era más
bien un batiburrillo -dispersa, inconsistente y ambigua. Pienso que la mayoría
de nosotros admitía que la cantidad de ciencia, buena y sólida, sobre la que
basábamos nuestras decisiones era bastante escasa”. (…) Lo que mi libro ha
conseguido, de un modo que los lectores de los DSM no pudieron hacer, fue
juntar las piezas de cuántos de los 112 trastornos llegaron a existir en primer
lugar. Como he dicho, tuve acceso y he podido citar libremente toda la
correspondencia, documentos y votos que circularon entre bastidores. En los
tiempos en los que no existía el correo electrónico y en los que la información
crítica no podía eliminarse con pulsar sólo una tecla, estos documentos
permitieron a la
Asociación Psiquiátrica Norteamericana patologizar
comportamientos para los que se han prescrito y se siguen prescribiendo
antidepresivos a millones de personas en todo el mundo».
Tres. Richard Bentall es
doctor en Psicología Experimental y licenciado en Filosofía aplicada al Sistema
Sanitario (para que luego digan que las humanidades no tienen aplicaciones
prácticas). También fue catedrático de Psicología
Clínica en las universidades de Liverpool y Manchester; actualmente lo es en la Universidad de Bangor
(Gales). Este autor ha sido premiado en dos ocasiones por la Sociedad Británica
de Psicología. En 1989, por su contribución a la Psicología Clínica y en el 2004, por su libro Madness
Explained: Psychosis and Human Nature.
R. Bentall lleva 20 años
investigando sobre la pobreza
epistemológica con la que se quiere justificar y validar que la esquizofrenia
es una enfermedad mental con marcadores biológico-genéticos, y denunciando, en
consecuencia, la facilidad con la que el diagnóstico de esquizofrenia ha pasado
de ser una hipótesis provisional a considerarse un axioma, cuando no dogma de
fe. (Remito al lector interesado a releer las Otras Lecturas de
Febrero-2007, donde se habló del libro Modelos de locura; ensayo en el
que este autor critica la pretensión autoritaria de que comulguemos con ruedas de molino y fraudes varios).
Bentall es noticia hoy por la
traducción de su último ensayo Medicalizar la mente, donde nos
demuestra que ni con la aplicación tramposa de la estadística se consigue
reducir la baja fiabilidad de los diagnósticos que tanto la Academia como los
mercados nos venden como científicos. Medicalizar la mente remite tanto a la
absurda aplicación del modelo médico al estudio de la mente y al tratamiento
del pathos psíquico, como a su consecuencia, es decir, a medicar sin
enfermedad. Este autor nos anima a que tengamos un criterio propio, nuestro
propio modelo, que es tanto como decir que nos atrevamos a pensar con voz
propia y construir teorías agrupadas en una psique-logia de nuestro
propio quehacer. Si Bentall se emplea a fondo para demostrarnos que los
diagnósticos del DSM no son significativos, es decir, ni científicos ni clínicos, es para que
dejemos de beberle los vientos al modelo médico en general y, en particular, a
la psiquiatría biológica. Máxime cuando
-como se nos dice en este ensayo- «en 2005 incluso el presidente de la Asociación Americana
de Psiquiatría llegó a lamentar que “como colectivo profesional, hemos
permitido que el modelo bio-psico-social se haya convertido en el modelo
bio-bio-bio”». Tiene razón, y cada colectivo de profesionales tendrá que
hacerse co-responsable de la retallada de lo psico-social en el estudio
y tratamiento de lo psíquico.
Los ensayos anteriormente citados
coinciden en que fue el liberalismo económico quien favoreció que los
neo-kraepelinianos, con el Dr. Robert Spitzer a la cabeza, publicaran en 1980
el DSM-III, y a Mrs. Thatcher y Mr. Reagan bendecir políticamente ese cambio de
rumbo. De esos barros, estos lodos. Y vaya por delante que si no se nos hubiera
impuesto como criterio único de diagnosis clínica, no estaríamos hablando de
este manual que, como dice Bentall,
tiene la apariencia de «menú de un restaurante chino» y «la mayoría de
los diagnósticos psiquiátricos son casi tan significativos a nivel científico
como los signos del zodíaco».
Por eso es que, como alternativa
al reduccionismo biológico que domina las clasificaciones internacionales,
propongo al lector interesado el potente ensayo de Fernando Colina,
psicopatólogo, alienista del Pisuerga, miembro de la Otra Psiquiatría
y jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Río Hortega de
Valladolid. Melancolía y paranoia es el título de este ensayo
sobre psicopatología exclusivamente clínica (que ya es triste que se tenga que
aclarar que la psicopatología ha de ser clínica); y escrito con una prosa
cuidada hasta el mimo. Juzgue el lector lo que digo leyendo el siguiente
párrafo en voz alta. «Melancolía y deseo. El síntoma universal, el síntoma por
excelencia del gran círculo melancólico, es la tristeza, como la desconfianza
es en el eje de la paranoia. El origen de esa tristeza, irremediable y natural,
no es otro que la propia condición del deseo. La tristeza es el eco del deseo,
su llanto, su sollozo. Todo deseo concluye en placer pero también en
insatisfacción y pérdida. Sin el lastre de la tristeza el barco queda mal
estibado y se escora con facilidad. Observada desde ese ángulo, la tristeza
puede entenderse como la respiración del deseo, la expiración e inspiración con
las que se alternan el placer y el dolor. El melancólico, siguiendo este
razonamiento, tanto puede representar al hombre fracasado en el deseo como a su
héroe y vencedor más audaz».
Ayudado del estudio de los
clínicos que nos han precedido y la fenomenología de su propio quehacer
clínico, Colina nos propone pensar la
locura como un trastorno único y múltiple -las psicosis: melancolía, paranoia y
esquizofrenia- según pongamos el acento en las semejanzas o en las diferencias.
Dos, a despegarnos del modelo de las estructuras cerradas y discontinuas a fin
de que nos permita pensar las psicosis, también, como eslabones de continuidad.
Y tres, a plantearnos la existencia de un denominador común en todas las formas
de locura y la supuesta normalidad. Que es tanto como decir que: «Entre
psicosis y neurosis no habría ruptura
estructural. (…) Sea como fuere, estas dos opciones diferenciadoras, no
estrictamente nosológicas, que estudian las psicosis tanto desde la continuidad
como la discontinuidad, desde lo común y lo diferente, vienen a oponerse a la
inclinación de entender las distintas psicosis como enfermedades naturales,
autónomas y específicas, y, del mismo modo, se enfrentan al intento de
homogeneizar todas las expresiones clínicas bajo una dimensión reductora»..., y
así aplicar la misma prescripción farmacológica.
A pesar de que «la melancolía
posee más de veinticuatro siglos de historia, (…) que es la enfermedad del alma
por excelencia» y que «la melancolía y la locura fueron sinónimos durante
siglos», hoy, dos siglos después de que Esquirol renegara de la melancolía por
considerarla cosa de poetas, y «tras quedar durante un tiempo identificada
provisionalmente con la psicosis maníaco-depresiva, se intenta dar a ambas por
desaparecidas tras el auge creciente y absurdo de la noción de bipolaridad».
Los ensayos que aquí se citan coinciden al denunciar que estos reduccionismos
de nuevo cuño, al final, nos están dando más problemas que soluciones, pues
incurren en una inflación psicopatológica que se quiere justificar con el
concepto de co-morbilidad, «concepto que ilustra perfectamente la pereza del
pensamiento psiquiátrico». Como por ejemplo: «el torpe acto de enjuiciar la
depresión post-psicótica como el resultado de la mala suerte de quien después
de una esquizofrenia contrae otra enfermedad», cuando «tal tristeza no es sino
la consecuencia del duelo del delirio y el retorno del psicótico a una
inhóspita realidad». Cuestión que ya en 1575 se lo advirtió a la ciencia, el
que ha sido elevado a la categoría de patrón de la psicología: Juan Huarte de
San Juan. «Que en alguna manera me pesa de haber sanado, porque estando en mi
locura vivía en las más altas consideraciones del mundo, y me fingía tan gran
señor que no había rey en la tierra que no fuera mi feudatario. Y, que fuese
burla y mentira, ¿qué importaba, pues gustaba tanto de ello como si fuera
verdad? ¡Harto peor es ahora, que me hallo de veras que soy un pobre paje y que
mañana tengo que comenzar a servir a quien, estando en mi enfermedad, no le
recibiera por mi lacayo!».
La invidencia científica (esa
de «la causalidad biológica y los modelos conductuales que excluyen la
dimensión del deseo y el sentido interpretativo de los actos», y que el
discurso universitario le ha procurado púlpito y cátedra) ha fracasado en su
intento por desterrar la melancolía del discurso clínico, pues la cantidad de
trastornos que se ha inventado -que no descubierto- no alcanzan para sustituir
su potencial clínico. Ni como psicosis maniaco-depresiva, depresión psicótica,
trastorno bipolar psicótico, depresión mayor, trastorno bipolar, depresión
bipolar, depresión unipolar, depresión maníaca, trastorno esquizoafectivo,
depresión mayor, depresión endógena, depresión reactiva, depresión menor, ni,
mucho menos como depresión a secas, se ha conseguido dar gato por liebre. Lo
que sí se ha conseguido es crear un movimiento contestatario al pensamiento
único, proponiendo el retorno a la clínica y al sentido común, pues no puede
ser que se nos venda en congresos y mesas redondas, que las nuevas perspectivas
de la depresión consisten en considerarla como una pandemia del siglo XXI. Para
pandemia la medicalización de la vida cotidiana, el maniaco «ánimo prescriptor
que lo tiñe todo con su prosaico discurso». Colina señala a López Ibor como
«precursor ideológico de esta epidemia», al pretender hacer equivalentes
la melancolía y la depresión.
En el mejor de los casos, la
melancolía -y la tristeza que la distingue- permite el duelo: la elaboración de
la pérdida para que el deseo se renueve y la pulsión siga empujando, más allá
de que el objeto -o su perdida- pretendan ralentizar o detener su avance. En el
peor de los casos, culpable y fiel a su dolor, el melancólico prefiere el
objeto perdido a su propia vida. Siguiendo a Freud, el gran valedor de la
melancolía en el siglo XX, Colina lo dice así: «detrás y delante de cada deseo
hay un duelo. Una pérdida...(...) es melancólico quien no se recupera, es
decir, aquel que no es capaz de trasformar la pérdida agobiadora en
estimulante falta».
Respecto de la depresión, Colina
es contundente: «En sí misma, la depresión no es una enfermedad», por más que
insistan «la multitud de guías y protocolos existentes, que confunden más que
aclaran y que a menudo tienen más de panfletos ideológicos que de instrumentos
útiles. La depresión debe entenderse como un síntoma plural que puede surgir en
la totalidad de los procesos psicopatológicos. (…) La depresión es un avatar
del deseo y poca cosa más». Otra cosa es que se la quiera utilizar como
eufemismo de la melancolía, como sambenito para medicalizar la tristeza
ordinaria, o al que desoye el imperativo social y se atreve a levantar el pie
del acelerador y el consumismo. Curiosamente, el capitalismo conoce y explota
la lógica del deseo, pues, aunque vende felicidad sabe que lo contrario de la
tristeza no es la alegría sino la actividad. Consumismo en el discurso
capitalista, consumo no racional en el decir de los que tienen las
tijeras por el mango, e hiperactividad en el de la invidencia
científica. Para Colina el «TDAH debe verse como la reacción infantil a un
conflicto que retiene el deseo, y algo similar cabe decir de muchos
comportamientos de los llamados trastornos límites de la personalidad en la
adolescencia y la edad adulta. (…) En resumidas cuentas, siempre que el deseo
está comprometido, la acción se inhibe o intensifica».
La clínica de los mil matices,
como la llama Colina, es aquélla que se abre de orejas a la dinámica o nivel de
intensidad del síntoma; cuestión que la aleja del reduccionismo y diagnosticar a plantilla. La clínica del caso
por caso evidencia que no es lo mismo la suspicacia, la desconfianza, la sospecha,
la convicción, la creencia, la certeza... que el delirio paranoico propiamente
dicho. Esta clínica, que como diría Bentall, considera que las personas se
parecen más a las películas que a las fotografías, está mucho más cerca de la
condición humana, y su psicopatología es mucho más dinámica que la de la clínica anglosajona, cuya pathology equivale a lo que en los
idiomas de Europa continental significa anatomía patológica. Así se
entiende que la evidence-based medicine, que nuestras facultades de
psicología o ingenierías del yo llevan bajo palio..., desprecie el saber que
proviene de la clínica, del paciente. La
E.B .M. se maneja mejor en la ausencia del sujeto, pues le
molesta que se mueva o le hable mientras le practica la autopsia.
Y, sin embargo, tal y como nos
dijo Georges Canguilhem en Lo normal y lo patológico: «En materia
de (psico)patología, la primera palabra, históricamente hablando, y la última
palabra, lógicamente hablando, le corresponde a la clínica. Ahora bien, la
clínica no es una ciencia y nunca será una ciencia, incluso cuando utilice
medios cuya eficacia esté cada vez más científicamente garantizada. No existe
una patología objetiva. Se pueden describir objetivamente estructuras o
comportamientos, pero no puede decirse de ellos que son patológicos
refiriéndose a un criterio puramente objetivo. Objetivamente sólo se pueden
definir variedades o diferencias, sin valor vital positivo o negativo». Por eso es que se puede decir bien alto que
no existe la normalidad sino lo normativo, es decir, ideología dominante... que recurre a la Ciencia para legitimarse,
con la misma desfachatez que la
Ciencia recurre al autoritarismo para la cuadratura de sus hipótesis y para
exigir ser tratada como el único saber posible... y/o permitido.
Pero como nos dijo Antonio
Escohotado en el programa de televisión Pienso luego existo: «La ciencia
es un mito, en la medida en que nunca puede terminarse. Nunca estará acabada
nuestra versión del mundo. Pero esa condición de mítica, en modo alguno reduce
su capacidad o su contenido de veracidad, porque su veracidad es la precisión,
es decir, hasta qué punto refleja el estado del mundo. Y como naturalmente el
mundo ofrece miles de perspectivas, pues miles de perspectivas debe adoptar la
ciencia. Lo trágico del pensamiento científico es que, en parte por la
profesionalización de los últimos siglo y medio o dos siglos, y en parte por la
tendencia natural de los seres humanos a la arrogancia... y al monopolio, pues,
lejos de ser una aventura interminable, se constituye como algo que está
prácticamente terminado».
La cuestión es que el Saber no
ocupa lugar por lo mismo que la pulsión no tiene objeto; y es que la
pulsión es tan inabarcable por el objeto como por el Saber. Siendo la Ciencia una rama más del
árbol de la sabiduría, no será despectivo -sino descriptivo- decir que la Ciencia es tan parcial
como lo es el objeto para la pulsión. Colina lo dice así: «Si por algo podemos
identificar al sujeto y a la locura es por su capacidad para escapar de la
reducción científica».
La que siempre ha estado a la
altura de nuestras preguntas es la literatura, quizás porque como dicen Faulkner y Javier Marías, la literatura es como
una cerilla que encendida en medio de la noche, sirve para ver un poco mejor
cuánta oscuridad hay a nuestro alrededor. Hoy viene como anillo al dedo el
pequeño tratado que escribió sobre la melancolía que sufrió el escritor
norteamericano William Styron, y que tituló, curiosamente, Esa visible
oscuridad. Allí nos dice que a sus 60 años sintió el viento del ala de
la locura por el duelo incompleto que arrastraba por una aflicción precoz: la
muerte de su madre cuando tenía 13 años. Este es el Saber del paciente: «Hay un elemento psicológico que
ha quedado establecido allende toda duda razonable, y es el concepto de
pérdida»... y no precisamente de serotonina. «Buena parte de la literatura
psiquiátrica disponible acerca de la depresión es de un jovial optimismo, y no
escatima las garantías de que casi todos los estados depresivos se
estabilizarán o contrarrestarán sólo con que se acierte a encontrar el
antidepresivo oportuno. (...) Cuando por primera vez tuve conciencia de que era
presa del mal, sentí la necesidad entre otras cosas de formular una enérgica
protesta contra la palabra depresión.
La depresión, como bien pocos ignoran, solía conocerse por el término melancholía, una palabra que aparece en
inglés ya en el año 1303. (...) Melancolía
es una palabra muchísimo más apta y sugerente para las formas más funestas del
trastorno; pero fue suplantada por un sustantivo de tonalidad blanda y carente
de toda prestancia y gravedad, empleado indistintamente para describir un bajón
en la economía o una hondonada en el terreno, un auténtico comodín léxico para
designar una enfermedad tan seria e importante. Acaso el científico a quien
generalmente se tiene por culpable de su uso corriente en los tiempos modernos,
un miembro de la Johns
Hopkins Medical School justamente venerado –el psiquiatra
Adolf Meyer, nacido en Suiza- no tuviera muy buen oído para los ritmos más delicados del inglés y,
por tanto, no se percatara del daño semántico que infligía al proponer depression como nombre descriptivo de
tan temible y violenta enfermedad. Como quiera que sea, por espacio de más de
setenta y cinco años la palabra se ha deslizado anodinamente por el lenguaje
como una babosa, dejando escasa huella de su intrínseca malevolencia e
impidiendo, por su misma insipidez, un conocimiento general de la horrible
intensidad del mal cuando escapa de todo control». Styron lo tiene muy claro y
así nos lo transmite: «Nuestra quizá comprensible necesidad moderna de embotar
los dentados filos de tantas afecciones de las que somos herederos nos ha
llevado a desterrar los ásperos vocablos antiguos: casa de orates, manicomio,
insania, melancolía, lunático, locura. Pero no se dude jamás que la depresión,
en su forma extrema, es locura».
Pareciera ser que si los
diagnósticos no pueden ser científicos tienen que ser políticos: tanto monta,
monta tanto, que sea porque lo dice la mayoría o por el ordeno y mando de los
que primero inventan el remedio y luego la enfermedad. Si no pueden ser
científicos, no hace falta que sean políticos; los diagnósticos pueden seguir
siendo clínicos. Para que no acabe en manos de la policía científica,
mejor que la psicopatología vuelva a ser exclusivamente clínica.
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ResponderEliminarCuando las categorías nosológicas se determinan del mismo modo que se tipifica qué comportamientos constituyen delito, lo único que importa es quién manda (y me temo que no son los clínicos).
ResponderEliminarNo hay manera de desentenderse de la política ... ni de la experiencia.
Saludos,
Muy interesante la entrada, me quedo con Bentall, la crítica al DSM y "Medicalizar la mente"...totalmente que cada vez hay más políticos que científicos, aunque por suerte no están de moda, así que hay que seguir luchando, es el momento, su momento se agota.
ResponderEliminarSaludos
Hilari